De la montaña

Tener un amplio pecho suele ser un gran estorbo. Hay que hacerse camino entre las multitudes a empellones y las camisas se abomban de tal modo que uno parece una botarga, o una mantecada desparramada. Y si bien el amplio pecho permite hilar oraciones largas y melifluas, la cortedad de pensamiento de nuestros días impide dar rienda suelta al cavernoso y dulce fruto de la reflexión. ¡Oh no! En nuestros días, el lugar-común domina por sobre todo discurso: sentencias rápidas y nasales blandidas por homúnculos de pechos hundidos, estrechos y suaves…

Sólo hay una circunstancia en la cual los individuos de amplio pecho nos encontramos en una clara ventaja: durante las caminatas. Aún más si éstas son a gran altitud, pues cuando el aliento se le acorta a los demás, nosotros podemos entonces comenzar con una grandiosa perorata, y quienes caminan en torno nuestro no tienen más recurso que escuchar, o morir asfixiados al intentar detenernos con algún: «¡Ya wey! Venimos a hacernos pendejos, no a pensar.»

Quizás por ese motivo, el método peripatético recibió tantos encomios en el mundo antiguo, y más que un método para promover el pensamiento, se trataba de una prueba físicoespiritual para evitar indignidades como las que abundan en nuestros días: quien no tuviera el pulmón para seguir el paso del discursante, debía abandonar sus pretensiones filosóficas y quedarse atrás para recuperar el aliento. Y si alguien objeta que es injusto suponer que la valía de un discurso se encuentra directamente relacionada con la capacidad torácica de una persona, permítanme contestar que no por nada hay una gran afinidad entre el concepto de respirar y el concepto mismo del espíritu, siendo en muchos idiomas palabras afines o derivadas. Así pues, no es infrecuente que las palabras más sustanciales sean proferidas por seres que, como Platón, podían presumir de la anchura de sus hombros.

En fin, que hacia finales de 2018, en días aún solsticiales, mi amigo el Chan y su fiel relator, nos dimos el mejor regalo de fin de año que se pueden dar un par hombres que transitan entre la juventud y la madurez: un día en la montaña. Bien pronto, mientras rebasábamos a otros senderistas de menor valía, un hermoso discurso se entabló entrambos: los horrores de la pared norte del Eiger, la banalidad de las expediciones Himalayas contemporáneas, y el significado de la montaña para el espíritu moderno.

Conforme fuimos ganando altura, la dificultad de respirar y la exposición a los elementos fueron lentamente despoblando nuestra conversación hasta que por fin nos sumimos en el silencio y el placer puro de estar en la naturaleza. Desde los hielos de los picos hasta el dorado atardecer en las laderas, y la sublime caminata a través del bosque oscuro, con el manto de estrellas sobre nosotros, el pensamiento fluctuó de lo práctico, a lo histórico, a lo político, a lo sublime. Recojo aquí las reflexiones de ese día, sobre qué significa ir a la montaña y estar en la naturaleza.


Antes nadie iba a las montañas. El montañismo es un fenómeno moderno. Petrarca mismo se aventuró a la cima del Mont Ventoux y es de quien primero sabemos que fue a las alturas por el puro placer de hacerlo. Claro que el Ventoux es una escalada un tanto risible en nuestros días, pero por algún lado se tiene que empezar. Más de un siglo después, el mismo año que Colón llegó a nuestro continente, Antoine Ville escaló el Mont Aiguille, cima nada desdeñable. Con él comienza formalmente el montañismo.

En nuestros días, cuando la mayoría de las cimas ya están conquistadas, nos vemos obligados a definir la absurda actividad de subir montañas como «algo personal» y que «significa algo distinto para cada quién.» Llegando tan pronto al relativismo, podríamos afirmar que ya no hay nada que decir y mejor dar el asunto por concluido. Sin embargo, me parece un error afirmar que porque algo sea personal, esto tiene que ser aleatorio e inaprehensible.

Si bien podemos postular que el moderno va a las montañas por alguno de los siguientes motivos: reto personal, conquista, ejercicio, aburrimiento, amor a la naturaleza o nomás porque «está ahí»; no nos conviene explorar la cuestión desde ese punto de vista. Más que preguntarnos qué significa ir a la montaña hoy, deberíamos comenzar por preguntarnos por qué la gente no iba a éstas antes.

Vista desde la cima del Pico del Águila, Nevado de Toluca. Alt. 4,680 msnm.

La gente evitaba la montaña porque era el recinto de lo divino y lo demoníaco, lugar al que uno se aventuraba sólo en condiciones de extrema necesidad. Las cimas no eran sitios desolados y vacíos o poseedores de eso que nos da por llamar «la belleza de lo natural». Muy por el contrario, las montañas eran lugares espantosos en los que habitaban seres de poder inmenso, de una naturaleza Olímpica o Titánica, terribles y peligrosos.

La gente empezó a ir porque la divinidad huyó de los picos, tal como lo hiciera de los templos de la antigüedad. Pero si bien los templos se arruinaron y fueron desapareciendo del paisaje, quedando como reliquias y curiosidades de tiempos pasados —destino que comienza a aquejar a las iglesias—, las montañas permanecen ahí y, al menos en la corta escala de nuestras vidas, no las veremos derrumbarse

Estos altares vacantes tenían que llenarse con algo… una instancia más del famoso horror vacui. ¿Cuál iba a ser el nuevo contenido de la montaña? Para el decimonónico, la solución era patente: la bandera nacional. Y así, clubs de aficionados se apresuraron a las cimas de los Alpes, for King and Country. Pronto, ya no quedaban muchas cimas practicables por estos gentlemen y entonces nació un alpinismo obsesionado con lo imposible, con las caras norte y con hallar la elusiva direttissima.

Con el incremento del peligro, la montaña empezó a tomar una vez más el matiz de lo sublime, lo poético y lo místco. Cuando las cimas aún no conquistadas comenzaron a demandar verdadera proeza alpina, cuando se dibujaron rutas imposibles que sólo se podían conquistar con enormes sacrificios, fue como si el dios quisiera reinstalarse en su antigua morada…

Lo sagrado retornaba a las montañas. Pero lo sagrado sólo atrae a los peores y a los mejores de nuestra especie. Los primeros buscan conquistar y dominar, mientras que los segundos buscan unirse y reverenciar. De los conquistadores, su estilo de montañismo es pesado, requiere de expediciones enormes, de logística complicada. Suben por las traicioneras paredes de roca hiriendo la superficie, clavando escaleras de metal, fijando cuerdas con pernos que requieren de taladros y compresoras. Sus ascensos son lentos donde lo importante es llegar a la cima… cueste lo que cueste.

De los reverentes, su estilo es ligero y humilde. Suben usando protección tradicional y sencilla que no daña la roca. Más que llegar a la cima, su objeto es ponerse en contacto con lo desconocido y, a través de ello, saber quiénes son: un entendimiento que no pocas veces les cuesta la vida.

Los conquistadores pronto agotaron las cimas, dejaron un rastro de cadáveres en el Éverest y profanaron los templos de las alturas. Hoy, escalar la montaña más alta del mundo es un acto más de vanidad que otra cosa, una medalla más para presumir, un espejismo de logro que se desvanece entre las tinieblas de la peor ignorancia, la ignorancia de uno mismo. Yvon Choinard, montañista y fundador de la marca de ropa Patagonia, dijo sobre expediciones contemporáneas al Éverest que:

[…] llegan estos cirujanos plásticos célebres y CEOs, pagan $80,000 dólares y van con ellos sherpas que les colocan escaleras y 2,500 metros de cuerdas fijas, y luego bajan al campamento y ni siquiera tienen que tender su bolsa de dormir. Alguien ya se las preparó y hasta les dejó un bombón de menta y chocolate. Todo el chiste de planear algo como el Éverest es obtener algún tipo de ganancia espiritual y física, pero si no te sometes al proceso, eres un idiota cuando empiezas y eres un idiota cuando regresas. (la trad. es mía)

¡Tanto trabajo para regresar siendo el mismo! El vacío de este tipo de montañismo pone de relieve la necesidad que acerca al hombre a las montañas, en una época en la que todos los otros templos se derrumban. Es un camino que cursa por —y hacia— lo intangible.

El camino espiritual del montañismo está mejor representado por Walter Bonatti y Reinhold Messner. Estos grandes aventureros se percataron de que la gran conquista, la conquista nominal, carece de sustancia si el montañista no corteja el abismo que se abre entre lo desconocido y lo terrible. Es el abismo que obliga al ser humano a superarse a sí mismo.

Aquí es donde no hay que confundir la dimensión psicológica del montañismo con una suerte de solipsismo o relativismo.

Sí, escalar una montaña es diferente para cada quién. Nadie lo duda. Pero existe la noción errónea de que por consecuencia no hay nada fijo en las montañas, que su significado se disuelve en el narcisismo de quienes las escalan. O, peor aún, que sólo nos está permitido decir que el significado de la montaña es asignado. No, queridos lectores, el significado de la montaña es descubierto… cada vez que un espíritu sincero se adentra en su terrible dominio.

La montaña tiene la capacidad única de sacar lo que hay en nuestro interior. Aquí la epifanía: lo interior no es ajeno entre persona y persona. Es disímil, único, ¡sí!, pero no se dispersa en un plano inaccesible del cual nada se puede decir. ¿Qué es aquello tan precioso que la montaña revela? Nuestras pequeñez, debilidad y humanidad.

Por eso hay que ir a las montañas a buscarse a uno mismo. En parajes más gentiles, entre personas de pecho hundido, el hombre encuentra lo que quiere. El regalo de las cimas es que uno encuentra lo que teme.